lunes, 28 de diciembre de 2009

Imágenes paganas. Georges Bataille y la pintura.


1. El aprendíz de Brujo

“Bataille, de pie junto al árbol, extrajo de un bolso un plato esmaltado sobre el que dispuso algunos trozos de azufre, que encendió. Al mismo tiempo que chisporroteaba la llama azul, se elevaba una columna de humo cuyas bocanadas sofocantes nos alcanzaban. Quien llevaba la antorcha se ubicó a mi derecha, mientras que, enfrentándome, avanzaba hacia mí uno de los celebrantes. Tenía en su mano un puñal idéntico al que blandía el hombre sin cabeza: Acéphale. Bataille me tomó la mano izquierda y levantó las mangas del traje y de la camisa hasta el codo. El que tenía el puñal apoyó la punta sobre mi antebrazo y dibujó una muesca de algunos centímetros, sin que yo sintiera el menor dolor. La cicatriz todavía hoy es visible” [1]. Este es el relato que en 1977 hizo Patrick Waldberg (1913-1985), integrante de la sociedad secreta Acéphale y también secretario del Colegio de Sociología Sagrada, que funcionó entre 1936 y 1939, fundado por el mismo Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois.

Los ritos de iniciación, como los que describió Patrick Waldberg, dejan marcas en el cuerpo. La vida en sociedad –secreta o profana– requiere de una serie de prácticas que certifiquen el pasaje de la animalidad al ámbito humano, que aseguren el reemplazo de la inmediatez natural por la mediatez característica de los seres (humanos). Implica abandonar la voluptuosidad animal por la conciencia de la finitud, de la carencia; en definitiva, perder la eternidad inocente de los animales por el mundo profano del trabajo y de las prohibiciones.

La cueva de Lascaux ubicada en el suroeste de Francia y descubierta el 12 de septiembre de 1940 exhibe, en una curiosa amalgama, la unidad de la muerte y el erotismo, la exuberancia del deseo y la utilidad del trabajo. ¿Qué pintaron hace aproximadamente 17.000 años nuestros antepasados en ese pozo de difícil acceso? En el sitio más recóndito de la caverna se encuentra la pintura de mayor dramatismo: un hombre con cabeza de pájaro y sexo erecto se desploma ante un bisonte herido de muerte que, a pesar de estar herido, con las entrañas colgando, le hace frente. En la escena aparece además la lanza con la que el hombre-cabeza-de-pájaro hirió al animal. Por debajo del hombre caído, un pájaro de trazo similar al de su cabeza corona la extremidad de una estaca y nos desorienta aún más. ¿Qué se cifra entonces en esta pintura que resume ya nuestra esencia humana, es decir, que recorre las aristas del trabajo, de la muerte y del erotismo, y que enfrenta dos mundos –el cultural y el natural– ya en lucha mutua?

Frente a las clásicas interpretaciones antropológicas [2] según las cuales la escena se relaciona o bien con un sacrificio en el que el chamán disfrazado de pájaro expiaría con su muerte la muerte del bisonte, o bien con la magia utilitaria invocada para asegurar la caza, Georges Bataille relaciona el enigma de Lascaux con el nacimiento místico-religioso del erotismo, el orgasmo y el trabajo. Para comprender su visión es menester hacer un rodeo y clarificar algunos aspectos de la filosofía de la historia del autor.

A diferencia de los animales que están en el mundo en una relación de inmediatez con el mundo que los rodea, el hombre es creador de objetos para transformar la naturaleza a su servicio: esos objetos útiles establecen para el hombre una relación de exterioridad. Es decir que el ser humano se reconoce en sus productos mediatos y desprecia la inmediatez de la vida animal. De este modo, hay una subordinación del hombre a los objetos que lo trascienden y que conforman el mundo de la utilidad. Por lo tanto, el trabajo inaugura la separación del hombre respecto de la animalidad e implica también la asunción del destino trágico de la humanidad: se es aquello que se produce en una relación de trascendencia respecto de la intimidad perdida de la naturaleza. Así, el hombre se reconoce en sus productos negando a la naturaleza.

El hombre elabora un mundo profano caracterizado por: a) en la esfera que atañe estrictamente a las pasiones, un sosiego de su fuerza animal que clausura la satisfacción inmediata del deseo; b) el temor ante la muerte como presupuesto fundamental que anima su vida en tanto proyecto y cuya única condición es asegurar simplemente su subsistencia; c) la formación de una subjetividad basada en una racionalidad instrumental subordinada a la temporalidad del trabajo y de la ley que configura, al mismo tiempo, una conciencia moral y jurídica; d) un mundo de objetos trascendentes y separados de él [3].

Pero el hombre no dispone de un deseo que se consume simplemente en gastos racionales y útiles, no es apenas un sujeto que se reconoce en sus productos negando la naturaleza, sino que él mismo es, más allá de la legalidad que instauran la razón y las prohibiciones, una fuerza constante, según Bataille. Y esa fuerza, a su vez, niega el mundo de las prohibiciones y tabúes, el mundo de las leyes y de la moral. Esta negación de la negación abre al hombre a lo sagrado, que para Bataille significa su inmediatez animal [4].

Aquí es menester aclarar el estatus que, en la propuesta del filósofo francés, adquieren las experiencias del erotismo y del arte: ambos movimientos constitutivos del hombre abren la subjetividad a la inmediatez animal. No es que estas expresiones sean, o se inscriban, en la inmediatez animal. Sino que en su explicitación ponen en juego las estructuras propias de la subjetividad moderna cerrada sobre sí, es decir, que busca sólo la ganancia y la previsión. Si la pintura de Lascaux le interesó tanto a Bataille –al punto que le dedicó dos libros, Lascaux o el nacimiento del arte y Las lágrimas de eros, hacia el final de su vida– fue justamente porque en ella se vislumbra lo propio del deseo en el cruce con la muerte y el erotismo. Y en el cruce con el trabajo, es decir, con la prohibición. Quizá toda la reflexión batailleana acerca del arte se mueva en la frontera entre la mediatez de la cultura y la inmediatez animal abierta por algunas, sólo algunas, como pretendía Bataille, expresiones humanas.

En estos movimientos, del arte, de la risa, del erotismo, que expresan la vida interior del hombre, Georges Bataille encuentra un deseo en el que no importa ya el consumo productivo con vistas a un fin, sino que prevalece el gasto improductivo [5]. El consumo que libera la violencia contenida en el mundo profano y latente en el mundo sagrado. De esta forma la vitalidad del hombre, que no se agota en el consumo racionalizado, abre una dimensión que quiebra la lógica del mundo profano, orientándose hacia la recuperación de una dimensión más radical de su existencia: la dimensión sagrada.

Destino circular.

La filosofía de Georges Bataille quizá no es más que un intento por volver a pensar al hombre como una fuerza, es decir, como una afección, como una intensidad, cuyo devenir depende de su encuentro con otras fuerzas. La existencia es, para Bataille, estética. No como estética de lo bello sino en tanto aísthesis (sensación o percepción), es decir, como reconfiguración de la capacidad perceptivo-cognitiva sensible del hombre concebido como fuerza.

Si Bataille se interesó –tanto en Lascaux o el nacimiento del arte cuanto en Las lágrimas de eros– por esas figuras enigmáticas pintadas en una cueva es porque esos hombres era afectados, del mismo modo que nosotros, por fuerzas que nos tensan y nos constituyen: el trabajo que nos objetiva, las prohibiciones y los tabúes, muerte e incesto que si culminan el proceso de “separación” del hombre de naturaleza no es menos cierto que su fondo sigue siendo un enigma y una condición de posibilidad no menos desgarradora sobre la que se funda nuestra comunidad.Y, por otro lado, el erotismo, tan cercano a la muerte y condición ineludible de toda vida.

¿Qué buscamos en esas pinturas? ¿Qué nos muestran artistas no menos enigmáticos que aquellos hombres que pintaron en ese pozo del suroeste de Francia, como Balthus, Klossowski, Delacroix o Füssli? Es decir, artistas que urdieron una obra en los límites de la moral, con la transgresión y el erotismo como enigma casi religioso. Quizá la intuición de que –como decía Balthus [6]– no hay arte que no sea religioso. Pero religioso en el sentido pleno y acabado, consumado, podríamos decir con Bataille, de la verdadera experiencia interior. Esa experiencia de la poesía, de la risa, de las lágrimas, del erotismo. Esa experiencia que pone en juego a dos seres discontinuos en una comunicación que es ese instante en el que la soberanía se disuelve en “nada”. Justamente, porque no hay allí otro objeto, si es que puede llamarse así, que el milagro de los cuerpos que se funden y son eternos, que el instante que se vuelve eterno en la contemplación de un cuadro, que las lágrimas y la risa que nos hacen olvidar por un instante de nosotros mismos.

Esta triple dimensión religioso-erótico-artística quizá no sea, para Bataille [7], más que una excusa para atravesar lo real, para crear las condiciones de posibilidad de lo que se dice, de lo que se piensa y de lo que se hace. Para rodear un problema, o un enigma como el de la cueva, irresoluble: la tragedia de vivir entre la utilidad y el gasto improductivo. O, en términos clásicos, entre lo profano y lo sagrado. En definitiva, un modo de resistencia frente a lo dado, sin olvidar nunca que estamos entre el cielo y el infierno o, quizá, entre el derroche dionisiaco y las obligaciones cotidianas. Como los hombres de Lascaux matamos a la bestia pero morimos con ella. El destino es, sabían nuestros poetas, circular.


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[1] Citado por Margarita Martínez en su prólogo a la traducción española de la edición completa de la revista Acéphale. Acéphale, Buenos Aires, Caja Negra, 2005, p. 16.

[2] Cfr. Bataille, Georges, Las lágrimas de eros, Tusquets, Barcelona, 1997, pp. 41-71.

[3] Cfr. Bataille, Georges, “Esquema de una historia de las religiones” en La religión surrealista, Conferencias 1947-1948, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2008, pp.69-110.

[4] Cfr. Bataille, Georges, Lascaux ou la naissance de l’art, Ginebra, Skira, 1995.

[5] Cfr. Bataille, Georges, La parte maldita, Las cuarenta, Buenos Aires, 2007.

[6] Cfr. Balthus, Les méditations d’un promeneur solitaire de la peinture, Entretiens avec Françoise Jaunin, Lausanne: La Bibliothèque des Arts, 1999

[7]Cfr. Bataille, Georges, Lascaux ou la naissance de l’art, Ginebra, Skira, 1995. p. 140-142.


La imaginería es una especialidad del arte de la escultura, dedicada a la representación plástica de temas religiosos, por lo común realista y con finalidad devocional, litúrgica, procesional o catequética. Se vincula a la Religión Católica debido al carácter icónico de la misma, por lo que la encontramos especialmente en países de cultura católica.

Grave -amarga y porosa- sorpresa me llevé al buscar la definición de imaginería. Cuando yo lo vinculaba al imaginario, me encontré con lo religioso. Cuando la vinculaba a la construcción societal, ésta, se codeaba con los íconos católicos. Cuando la hilaba -con cierta aversión- al sentido común; ésta se me daba vuelta y me decía que es el sentido religioso el hojal.
Sin embargo, ante esta primera y disruptiva realidad, me convencí de que en ralidad sus significados eran no tan distintos, y su implicancia, menos aún.

A ver: cuando me sonó linda, bonita, atractiva, que estaba buena, que le entraba por todos lados, que se partía, etc etc; la palabra imaginería como título de este Blog, estaba pensando en la política. La política está construída y cimientada sobre imaginarios (que el pelotudo es honesto, que el vivo roba a cuatro manos, que el que tiene plata no va a robar porque ya tiene suficiente, que tiene cara de bueno, que la política es moral, etc), y, sin embargo,
sin rozar el problema del espectro de involucrados en esa construcción, esas imágenes están edificadas bajo un halo de fé. Una fé que trasciende voluntades. Por eso somos políticos y somos religiosos, somos artistas e imagineros.

Por todo ello se trata de ser siempre imagineros
: aquellos que tallamos la pulcritud de lo sagrado. Pero también íconoclastos, con un emblema derrotista y vastos de deconstruir aquellas imágenes que -desangrados- erigimos.

martes, 22 de diciembre de 2009

Dejar vivir vs. Hacer morir.


No tengo lugar a donde ir, cerrarlo es una locura. Querer cerrar un hospital -nada menos- como el Borda, es estar realmente loco. Le diría que piense un poco, por una vez en la vida, en los ciudadanos del país y no en los negociados del país. Si piensa un minuto -que es demasiado, ¿no?- , una persona que quiera cerrar el Borda debe tener un ciclo de locura bastante avanzado.

¿Qué voy a decir? Él es Macri... y yo un mísero ciudadano.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Los últimos capítulos son siempre reaccionarios.

En mi adolescencia hubieron dos obras que me erigieron como lo que soy hoy, y a la vez me destruyeron. Dos obras que me llevaron hasta un éxtasis inconmensurable, y luego me arrastraron al ya por todos conocido post-efecto extático de la soledad misma; en la desesperación y en la penumbra. De "Crimen y Castigo" de Dostoievski y de "La naranja mecánica" de Burgess hablo.




Dos obras que hablan de un ser que acontece en soledad, que trastoca los límites de la ética y la moral y los desdibuja para hacer un mural obsceno con ellos. Dos obras que hablan de un devenir de la existencia corrompido, de esencias en disputa; en el contexto de un capitalismo devorador y de unos sistemas morales -tales como la religión y el Estado- que ya no son capaces de abarcar la sub-conciencia de los sub-alternos.




Podría dedicarme a citar toda la categorización del ser que estos dos libros se dedican a edificar, pero la realidad es que los leí hace tanto, que ya se volvieron un difuso concepto antagónico: extasis y soledad.




¿Porqué este par de oposición es lo que define a estas dos obras? Porque se pueden separar en dos partes: relato y epílogo. No logro entender porque en los epílogos Burguess y Dostoievski se dedican a destruir palabra a palabra todo lo que erigieron a lo largo de los anteriores capítulos.




Ambos epílogos hacen referencia a la maduración como forma de reincorporación a esa sociedad devoradora a la cual le bajaban la vista. En el capítlo xxi -casual número que indica madurez- Alex abandona las noches de locura, y piensa en buscar un trabajo y encontrar una chica a la cual querer. Por otro lado Raskolnikov, encuentra en el amor de Sonia la vía a la salvación. El amor es un refugio en el cual uno no esperaría ni que Alex ni que Raskolnikov cayeran. Yo no creía que la maduración implicara un cambio en la concepción del mundo, no creía que ambos personajes se insertarían en un circuito burgués de trabajo-amor-dinero.




¿Acaso eso, no anula todo lo anterior?

sábado, 5 de diciembre de 2009

La cuestión mapuche


"Muchos argentinos (sobre todo, los jóvenes) creen que los mapuches fueron los habitantes originarios del suelo argentino"

Así inaugura su escrito Rolando Hanglin, curioso nosequé (vaya uno a saber a lo que se dedica), que dedica unos cuantos párrafos a la cuestión mapuche en el diario La Nazión. Es significativa la contingencia que encierra esta oración. Lo que primero salta a la vista es lo que podríamos denominar como una "voluntariosa" evasión hacia la explicación de la nación como un constructo social. Es decir, si nosotros presuponemos que los límites que encarnan la soberanía del territorio argentino estuvieron siempre fijados, no podríamos devenir la existencia de ningún habitante origiario... los dinosaurios de Su, tal vez. Lo que no está teniendo en cuenta Hanglin al hacer dicha categorización negativa, es que los pueblos indígenas de los que él habla con tanta autoridad son (o fueron) cazadores-recolectores , y su movilidad no está circunscripta a un territorio, y menos a una ficción abstracta como puede ser un límite nacional. No tenía ganas de ser amarillista, pero la curiosidad me pudo al investigar la ascendencia del susodicho, y no me sorprendí cuando me encontré ascendancia escocesa, alsaciana, añatuyensa. Siguiendo una lógica que asigna derechos territoriales a aquellos que se asientan primoridalmente en un territorio, ¿qué es lo que habilita a Hanglin a decir que los mapuches son extranjeros y los inmigrantes europeos no?
Lo habilita, por un lado, el poder hegemónico que encarna la propiedad privada, -que, dicho sea de paso, es la piedra de toque en la lucha de los pueblos en cuestión- y, por otro lado, el discurso dominante que las clases detentoras del poder han podido construir sobre los oxidados cimientos de un territorio, cuyo ciudadano indígena deviene en una identidad de intruso y su suelo, siempre fue -sin más- un desierto. Las comunidades indígenas fueron siempre categorizadas y organizadas desde fuera por un sujeto civilizador.
La sola idea de enunciar a los indios como chilenos evoca ya en sí mismo una contradicción insalvable: ¿cómo puede un indígena -cuyos preceptos no involucran la propiedad de la tierra- reconocerse como un ciudadano de un Estado cuya función más prominente es la de la garantizar la propiedad privada?
Si remontarnos al pasado (como sugiere Hanglin) resulta esclarecedor para declarar la extranjería de los mapuches, ¿porqué entonces no nos alejamos más del tiempo concreto y vamos hacia el mito -¡y cuántos mitos construídos hay en esa escritura!- para declarar la extranjería de los españoles?
Pero no se puede ir tan atrás. La construcción de una nación como una comunidad imaginada recién comienza con la inserción de Argentina al mercado mundial, como ya nos destinaría Ricardo, para ser productores primarios a partir de la bendita división internacional del trabajo. La definición de los límites territoriales, y los límites sociales arrasó con el desierto.


¿Que significó -como formación de límites- aquella conquista? Sentó la prmordialización de las relaciones nacionales. Cuando una relación se primordializa, se comprende como dada, como inherente. Se cuela en nuestros cuerpos, lindando nuestra conciencia y penetra hasta lo más inconciente. La nación, como categoría de adscripción, sienta un límite con aquellos que no adscriben a dicha categoría abstracta. Cuando esas relaciones se naturalizan, uno no puede percibir lo hegemónico que resulta denominar a un indígena "chileno". ¿Por qué digo esto? Porque se recurre al discurso desvalorizador por extranjería a un grupo ya minusválido de los golpes que han recibido al ser despojados de sus tierras. Y termina rozando la xenofobia el hecho de concebir como "extranjeros" indeseables a los mapuches, y como "extranjeros" deseables a los europeos.

"La afluencia de los araucanos a este vasto escenario fue paulatina: puede
describirse como una colonización cultural, acompañada de una invasión armada... Las etnias asentadas en territorio argentino fueron absorbidas y adoptaron la lengua mapuche... Este proceso, que se conoce como araucanización de la Pampa, requirió largos años, pues comenzó en el Siglo XVII y a mediados del Siglo XIX todavía se estaba desarrollando."

La construcción de la araucanización y de los indios Pampa está sesgada por un componente hegemónico y además, en este caso, tendencioso. Si hay algo que ha hecho bien el poder dominante, ha sido negar la capacidad de agencia de los indígenas. Pero de los indígenas en su totalidad. En este caso, los indios Pampa, sojuzgados, aparecen como los pobres inútiles que no pudieron ante la belicosa maldad de los indios Mapuche. Díganme si no es una vuelta de tuerca interesante la de otorgar capacidad de agencia a los indígenas que justamente se pretende deslegitimar.

"Pero atención: en esa historia, que tiene muchos capítulos y muchos matices, no hay buenos y malos. No hay ángeles. No hay víctimas. No hay "mapuches". No hay "genocidio". No hay habitantes originarios, o mejor dicho sí los hay: originarios de Chile. "

La movilidad territorial de los pueblos indígenas no se restringe a limites territoriales ficticios impuestos, ni a una posterior construcción de poder en torno a esos límites que pretende subyugar a los mapuches en cuestión, a una disputa entre nacionalidades.




Curioso, Hanglin, curioso....

martes, 1 de diciembre de 2009

La filosofía del "cuanto peor, mejor" (*)

"cuando la gente ya no tenga nada, ahí va a salir a la calle a hacer la revolución"

Este tipo de frases nos hace cuestionarnos dos puntos, que se tocan, se rozan, se frigan y refriegan y frotan con la ética y la moral.
En primer lugar, me pregunto por los fines éticos de esa resolución, porque.. digamos, que si uno necesitara que la gota rebalsase el vaso, es necesario que el pueblo esté sufriendo y mucho.
Uno puede entender la resultante y la motivación proveniente del "no aguantamos más", pero la premisa que esa afirmación deja entrever es bastante morbosa: la gente realmente tiene que estar mal con todo lo que eso implica. Digo, ¿hay gente que realmente quiere llegar hasta ese punto por la revolución? Y como todos sabemos, la penuria de unos, significa el resarcimiento y el regocijo de otros. ¿Cuánto más vamos a permitir que se acentúen esos abismos? ¿Hasta que nos sea útil?
La revolución no es de ellos, es del pueblo.


Bajo estas condiciones el papel del pueblo en una revolución sería el papel reaccionario y no tendría ni tinte ni tintura revolucionaria. Reacción a los abismos, reacción y no fuerza revolucionaria. Bronca, no convicción.

Entonces, ¿a qué situación nos deriva todo esto? Si los hacedores de este discurso necesitaran que las cosas estén mal para que la revolución se lleve a cabo, significa que, sin embargo, si las cosas estuvieren bien para el sujeto pueblo, la revolución no sería viable. Deshojando esta afirmación nos volveríamos a encontrar con un tinte iluminista: el pueblo, lejos de ser un sujeto -como planteé hace apenas una línea-, se torna un objeto; es decir, un objeto de revolución.
Si hubiere una preocupación legítima por el pueblo, nadie querría que este último estuviera en las últimas para poder hacer viable la revolución.
Yo por mi parte creo, y para mí es mucho más loable y legítimo, que una revolución se lleve a cabo cuando la gente está bien. Si uno no tiene un colchón, ¿se va a poner a cuestionar el orden establecido, y las injusticias que acaecen sobre sus hombros y las relaciónes de explotación que lo maniatan? Así nos volvemos de vuelta hacia el nefasto papel de aquellos iluminados-intelectuales-burgueses quienes no pueden desprenderse de su condición de clase pensadora al creer (y desear) que un obrero se acuesta haciéndose esas preguntas si no tiene un colchón y se tiene que levantar en dos horas y media.
Entonces, ¿cuál es el punto de partida de una revolución? Supongamos que una persona puede librarse de la carga de tener que mendigar todas sus necesidades básicas de existencia, y a partir de eso, puede ocupar sus preocupaciones en otras cuestiones. A partir de recibir cierto tipo de enseñanza, ¿no puede cuestionarse el sistema educativo? ¿A partir de insertarse en un circuito público de salud, no puede cuestionarse si podría éste mejorar y como? ¿A partir de retenciones a la soja, no puede la gente empezar a creer en que sí hay un tipo de justicia redistributiva? La revolución social debe ser aquella en donde la gente sea conciente y sea sujeto.


Así fue como el primer peronismo engendró una generación revolucionaria.









(*) Julián dixit.