jueves, 21 de enero de 2010

Spielzeug

Manuel está cansado, pero no es cansancio sino, más bien, sopor. Las gotas de sudor en el cuello son las manos de un médico arrancando del vientre un recién nacido lleno de sangre y caca y llantos y espesura. Cecilia le habla, no la escucha. Balbucea –él. Ella habla y habla. El shopping es un martes o un viaje en subte: pasamanos y humedad. Las gotas detrás de las orejas, el olor a familias y niñitas rubias y, encima, ahora empieza a sentir un pinchazo en el abdomen, tal vez, más abajo. -Soy un cura impartiendo la extremaunción –musita, mientras ella le pregunta: -Qué decís Manu?. El ni siquiera le contesta señala un cartel que distingue a su derecha –sobre una pared muy crema como el pelo de mamá en las fotos amarillentas que robaba de su cuarto cuando era chico y corría desnudo por el jardín- entre un matafuegos y un grupo de adolescentes que gritan todo el tiempo. La escalera es angosta; la puerta del baño, una esfigie iconoclasta violada por una figura negra de hombre –sin manos y con sombrero- que cuelga de ella. El cura desciende al templo. Luces, Spots, purpurina. Ahora Manuel se desabrocha el pantalón, el cura busca el cáliz, lo encuentra. Orina. Las bolitas del mingitorio son ungidas por la bendición mientras dos monaguillos con manos trémulas sostienen tazones, con un borde de metal y una inscripción en latín, llenos de ostias o terrones de azúcar. El baño está vacío y hay música, aunque él no la escucha -¿O son las señoras que rezan el rosario?-piensa. La vejiga se le desinfla, ¿ o son los compañeritos del colegio de julia que le están pinchando la espalda con sus punzones rozagantes?. Con una mano sostiene su sexo fláccido, la otra se apoya en la pared. La misa termina, la mirada cae sobre las bolitas que ya casi no se mueven, las últimas gotas de orina se funden con sus dedos transpirados, -soy un carpintero pariendo rectángulos- se entusiasma. Tres pasos lo separan de la pileta, los camina casi con desdén. Mira su cara en el espejo. Quiere gritar, abre la boca, pero una licuadora en mitad de la noche rompe el silencio y se hecha a andar, rabiosa, drogada y la voz de Cecilia que le dice: -Manu, andá a ver quien es. Abre la canilla el agua lo refresca y tiene miedo de apagar la licuadora, porque está descalzo y encima con las manos mojadas. Toma una hoja de papel, la arranca y se seca. Se acomoda el pantalón, la camisa se le pega a las tetillas, es un flan sobado por las manos blancas de la abuela; el sudor, el caramelo; los puños, grietas que le recuerdan que es padre y tiene una hija y un automóvil y que una vez al mes cena los viernes con sus amigos. Ecuánime sale del baño, sube la escalera. Siente el abismo. Cecilia mira vidrieras con rabia, Julia –su pequeña hija- corre a besarlo. –Soy una heladera que se descongela dos veces al año- piensa. Cecilia se acerca a él y le toma la mano. Quiere nombrar al horror, pero no puede. Ese horror es Dios. Dios es el espacio que hay entre mis manos y los pezones de ella cuando dormimos abrazados o, tal vez, ese intersticio oscuro entre esos dos hemistiquios de carne. Julia juega con su barba, sus manos están sucias. Manuel mira a su alrededor: los transeúntes son dioses ateos a los que las manos no se les manchan. Las otras manos no se ensucian permanecen límpidas, incólumes a la sequedad y el hastío. Cecilia sigue hablando, la errancia desemboca en una juguetería, entran. Julia corre inocentemente, la perversidad de no saberse perversa salta de su rostro. Elige muñecos. Cecilia y el niño que lleva dentro esperan junto a la vidriera. –Papi, quiero este, este y este, es un psalmo o una pasión violenta que no se satisface nunca. La omilía de los vendedores y Manuel quieto que la sigue con la mirada. Su cabeza da brincos. Mi rabia te trajo al mundo- piensa. La pequeña grita: -elegí este. -¿Cuál?. Este o ese, es lo mismo. Todo es vacío, furia, nada. Los ojos de Manuel buscan a su mujer, con indiferencia descubre que ella no lo reconoce. Julia salta, se acerca a la caja, saca del delantal del jardín una tarjeta magnética y paga. Manuel no se asombra. Un vendedor regordete le toca el hombro y le dice: -Nada te acercará a la maldad como ser feliz. Sin asombro ve alejarse a julia –la pequeña rata- y a Cecilia junto al niño que lleva dentro. Otra Julia, tan simétrica como su hija, corre, ahora, por la juguetería. Los vendedores llevan y traen cadalsos sin reos ni verdugos. Otro Manuel mira otra Cecilia, mientras otra pequeña rata tan perversa como su hija lo elige. Sin pena ni remordimiento, en el abismo de saberse nada, Manuel, deja que otro vendedor regordete empiece a envolverlo mientras le pregunta: -seguís cansado.

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