“Bataille, de pie junto al árbol, extrajo de un bolso un plato esmaltado sobre el que dispuso algunos trozos de azufre, que encendió. Al mismo tiempo que chisporroteaba la llama azul, se elevaba una columna de humo cuyas bocanadas sofocantes nos alcanzaban. Quien llevaba la antorcha se ubicó a mi derecha, mientras que, enfrentándome, avanzaba hacia mí uno de los celebrantes. Tenía en su mano un puñal idéntico al que blandía el hombre sin cabeza: Acéphale. Bataille me tomó la mano izquierda y levantó las mangas del traje y de la camisa hasta el codo. El que tenía el puñal apoyó la punta sobre mi antebrazo y dibujó una muesca de algunos centímetros, sin que yo sintiera el menor dolor. La cicatriz todavía hoy es visible” [1]. Este es el relato que en 1977 hizo Patrick Waldberg (1913-1985), integrante de la sociedad secreta Acéphale y también secretario del Colegio de Sociología Sagrada, que funcionó entre 1936 y 1939, fundado por el mismo Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois.
Los ritos de iniciación, como los que describió Patrick Waldberg, dejan marcas en el cuerpo. La vida en sociedad –secreta o profana– requiere de una serie de prácticas que certifiquen el pasaje de la animalidad al ámbito humano, que aseguren el reemplazo de la inmediatez natural por la mediatez característica de los seres (humanos). Implica abandonar la voluptuosidad animal por la conciencia de la finitud, de la carencia; en definitiva, perder la eternidad inocente de los animales por el mundo profano del trabajo y de las prohibiciones.
La cueva de Lascaux ubicada en el suroeste de Francia y descubierta el 12 de septiembre de 1940 exhibe, en una curiosa amalgama, la unidad de la muerte y el erotismo, la exuberancia del deseo y la utilidad del trabajo. ¿Qué pintaron hace aproximadamente 17.000 años nuestros antepasados en ese pozo de difícil acceso? En el sitio más recóndito de la caverna se encuentra la pintura de mayor dramatismo: un hombre con cabeza de pájaro y sexo erecto se desploma ante un bisonte herido de muerte que, a pesar de estar herido, con las entrañas colgando, le hace frente. En la escena aparece además la lanza con la que el hombre-cabeza-de-pájaro hirió al animal. Por debajo del hombre caído, un pájaro de trazo similar al de su cabeza corona la extremidad de una estaca y nos desorienta aún más. ¿Qué se cifra entonces en esta pintura que resume ya nuestra esencia humana, es decir, que recorre las aristas del trabajo, de la muerte y del erotismo, y que enfrenta dos mundos –el cultural y el natural– ya en lucha mutua?
Frente a las clásicas interpretaciones antropológicas [2] según las cuales la escena se relaciona o bien con un sacrificio en el que el chamán disfrazado de pájaro expiaría con su muerte la muerte del bisonte, o bien con la magia utilitaria invocada para asegurar la caza, Georges Bataille relaciona el enigma de Lascaux con el nacimiento místico-religioso del erotismo, el orgasmo y el trabajo. Para comprender su visión es menester hacer un rodeo y clarificar algunos aspectos de la filosofía de la historia del autor.
A diferencia de los animales que están en el mundo en una relación de inmediatez con el mundo que los rodea, el hombre es creador de objetos para transformar la naturaleza a su servicio: esos objetos útiles establecen para el hombre una relación de exterioridad. Es decir que el ser humano se reconoce en sus productos mediatos y desprecia la inmediatez de la vida animal. De este modo, hay una subordinación del hombre a los objetos que lo trascienden y que conforman el mundo de la utilidad. Por lo tanto, el trabajo inaugura la separación del hombre respecto de la animalidad e implica también la asunción del destino trágico de la humanidad: se es aquello que se produce en una relación de trascendencia respecto de la intimidad perdida de la naturaleza. Así, el hombre se reconoce en sus productos negando a la naturaleza.
El hombre elabora un mundo profano caracterizado por: a) en la esfera que atañe estrictamente a las pasiones, un sosiego de su fuerza animal que clausura la satisfacción inmediata del deseo; b) el temor ante la muerte como presupuesto fundamental que anima su vida en tanto proyecto y cuya única condición es asegurar simplemente su subsistencia; c) la formación de una subjetividad basada en una racionalidad instrumental subordinada a la temporalidad del trabajo y de la ley que configura, al mismo tiempo, una conciencia moral y jurídica; d) un mundo de objetos trascendentes y separados de él [3].
Pero el hombre no dispone de un deseo que se consume simplemente en gastos racionales y útiles, no es apenas un sujeto que se reconoce en sus productos negando la naturaleza, sino que él mismo es, más allá de la legalidad que instauran la razón y las prohibiciones, una fuerza constante, según Bataille. Y esa fuerza, a su vez, niega el mundo de las prohibiciones y tabúes, el mundo de las leyes y de la moral. Esta negación de la negación abre al hombre a lo sagrado, que para Bataille significa su inmediatez animal [4].
Aquí es menester aclarar el estatus que, en la propuesta del filósofo francés, adquieren las experiencias del erotismo y del arte: ambos movimientos constitutivos del hombre abren la subjetividad a la inmediatez animal. No es que estas expresiones sean, o se inscriban, en la inmediatez animal. Sino que en su explicitación ponen en juego las estructuras propias de la subjetividad moderna cerrada sobre sí, es decir, que busca sólo la ganancia y la previsión. Si la pintura de Lascaux le interesó tanto a Bataille –al punto que le dedicó dos libros, Lascaux o el nacimiento del arte y Las lágrimas de eros, hacia el final de su vida– fue justamente porque en ella se vislumbra lo propio del deseo en el cruce con la muerte y el erotismo. Y en el cruce con el trabajo, es decir, con la prohibición. Quizá toda la reflexión batailleana acerca del arte se mueva en la frontera entre la mediatez de la cultura y la inmediatez animal abierta por algunas, sólo algunas, como pretendía Bataille, expresiones humanas.
En estos movimientos, del arte, de la risa, del erotismo, que expresan la vida interior del hombre, Georges Bataille encuentra un deseo en el que no importa ya el consumo productivo con vistas a un fin, sino que prevalece el gasto improductivo [5]. El consumo que libera la violencia contenida en el mundo profano y latente en el mundo sagrado. De esta forma la vitalidad del hombre, que no se agota en el consumo racionalizado, abre una dimensión que quiebra la lógica del mundo profano, orientándose hacia la recuperación de una dimensión más radical de su existencia: la dimensión sagrada.
Destino circular.
La filosofía de Georges Bataille quizá no es más que un intento por volver a pensar al hombre como una fuerza, es decir, como una afección, como una intensidad, cuyo devenir depende de su encuentro con otras fuerzas. La existencia es, para Bataille, estética. No como estética de lo bello sino en tanto aísthesis (sensación o percepción), es decir, como reconfiguración de la capacidad perceptivo-cognitiva sensible del hombre concebido como fuerza.
Si Bataille se interesó –tanto en Lascaux o el nacimiento del arte cuanto en Las lágrimas de eros– por esas figuras enigmáticas pintadas en una cueva es porque esos hombres era afectados, del mismo modo que nosotros, por fuerzas que nos tensan y nos constituyen: el trabajo que nos objetiva, las prohibiciones y los tabúes, muerte e incesto que si culminan el proceso de “separación” del hombre de naturaleza no es menos cierto que su fondo sigue siendo un enigma y una condición de posibilidad no menos desgarradora sobre la que se funda nuestra comunidad.Y, por otro lado, el erotismo, tan cercano a la muerte y condición ineludible de toda vida.
¿Qué buscamos en esas pinturas? ¿Qué nos muestran artistas no menos enigmáticos que aquellos hombres que pintaron en ese pozo del suroeste de Francia, como Balthus, Klossowski, Delacroix o Füssli? Es decir, artistas que urdieron una obra en los límites de la moral, con la transgresión y el erotismo como enigma casi religioso. Quizá la intuición de que –como decía Balthus [6]– no hay arte que no sea religioso. Pero religioso en el sentido pleno y acabado, consumado, podríamos decir con Bataille, de la verdadera experiencia interior. Esa experiencia de la poesía, de la risa, de las lágrimas, del erotismo. Esa experiencia que pone en juego a dos seres discontinuos en una comunicación que es ese instante en el que la soberanía se disuelve en “nada”. Justamente, porque no hay allí otro objeto, si es que puede llamarse así, que el milagro de los cuerpos que se funden y son eternos, que el instante que se vuelve eterno en la contemplación de un cuadro, que las lágrimas y la risa que nos hacen olvidar por un instante de nosotros mismos.
Esta triple dimensión religioso-erótico-artística quizá no sea, para Bataille [7], más que una excusa para atravesar lo real, para crear las condiciones de posibilidad de lo que se dice, de lo que se piensa y de lo que se hace. Para rodear un problema, o un enigma como el de la cueva, irresoluble: la tragedia de vivir entre la utilidad y el gasto improductivo. O, en términos clásicos, entre lo profano y lo sagrado. En definitiva, un modo de resistencia frente a lo dado, sin olvidar nunca que estamos entre el cielo y el infierno o, quizá, entre el derroche dionisiaco y las obligaciones cotidianas. Como los hombres de Lascaux matamos a la bestia pero morimos con ella. El destino es, sabían nuestros poetas, circular.
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[1] Citado por Margarita Martínez en su prólogo a la traducción española de la edición completa de la revista Acéphale. Acéphale, Buenos Aires, Caja Negra, 2005, p. 16.
[2] Cfr. Bataille, Georges, Las lágrimas de eros, Tusquets, Barcelona, 1997, pp. 41-71.
[3] Cfr. Bataille, Georges, “Esquema de una historia de las religiones” en La religión surrealista, Conferencias 1947-1948, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2008, pp.69-110.
[4] Cfr. Bataille, Georges, Lascaux ou la naissance de l’art, Ginebra, Skira, 1995.
[5] Cfr. Bataille, Georges, La parte maldita, Las cuarenta, Buenos Aires, 2007.
[6] Cfr. Balthus, Les méditations d’un promeneur solitaire de la peinture, Entretiens avec Françoise Jaunin, Lausanne:
[7]Cfr. Bataille, Georges, Lascaux ou la naissance de l’art, Ginebra, Skira, 1995. p. 140-142.
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